martes, 2 de octubre de 2012

Historia de mi nocturnidad (por Vanina)


Recuerdo ser pequeña y querer refugiarme de la noche. Pocas cosas me asustaban tanto como seguir despierta cuando el resto de la casa ya descansaba profundamente.

Algo más grande la transité lúdicamente, inventando juegos e historias que a ojos cerrados reemplazarían a las ovejas que nunca me dieron resultado.

De adolescente la noche me dio mi primer beso, mis primeros arrumacos y fue testigo de tantos y tantos escritos en mi diario íntimo.

Siendo más grande, ya toda una joven adulta, en una lindísima noche de verano a la orilla del río, me sorprendió la propuesta de formar una familia, momento que marcó el rumbo de mi vida de manera definitiva.

Con poco para decir y una catarata de sensaciones por dentro, esa noche y las que siguieron fueron como las de siempre: silenciosas, introspectivas y en muchas ocasiones, pura tragedia. Pareciera que de madrugada los pensamientos se vuelven más intensos, todo es blanco o negro. No hay un gris para matizar. De repente llega la mañana y todo lo cuestiona, lo relativiza. Será que es más sabia. O quizás más reprimida.

Con la maternidad, la noche se convirtió en gran protagonista de mis días, de mis conversaciones. Me obliga a estar alerta, a responder demandas, a evitar que algún pensamiento intruso me invada cuando las condiciones simplemente están dadas para dormir un rato más.

Cómo cambia la noche con el paso del tiempo.

Cómo cambia su disfrute.

Cómo cambia su soledad y nuestra necesidad de compañía.

Lo que se mantiene intacto es el placer de dejarme invadir por la luz de la luna y sentir la brisa fresca entrando por la ventana en alguna noche de verano. Y si el desvelo me encuentra en esas circunstancias, bienvenido sea. De esas noches, siempre quiero más.



Vanina

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