Directo al
grano y sin mirarme a los ojos, me dijo contundentemente:
“Vani, la
abuela Elena se fue al cielo”.
No entendí
(a los 6 años es difícil entender el concepto de “cielo”).
Para
aclarar el panorama profundizó la idea: “Se fue con Jesús. Está con tu angelito
de la guarda”.
Intentando
comprender, sólo pude preguntarle: “¿Entonces no la voy a ver nunca más?” (26
años más tarde, mi hijo me hizo la misma pregunta, exacta, calcada, cuando le
contamos que murió su bisabuela, la abuela de su papá.)
Sabía que
mamá sólo quería llorar y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para
contenerse. Me respondió con un “no” muy corto, me dio un beso y se fue.
Vacío,
tristeza y angustia fue el condensado de sensaciones que me colmó en un
segundo. Tal como una película de suspenso cuando está llegando a su fin,
empecé a entender algunas cosas que sucedieron la semana anterior: por qué me
quedé a dormir en la casa de tía July, por qué mi madrina me pasó a buscar por
el colegio y por qué tomé la leche en su casa más de dos días seguidos, por qué
mamá no había estado en casa las últimas noches… Así, bruscamente, le encontré
el sentido a los hechos en un momento en que todo parecía desvanecerse y
carecer de aquél. Ya no habría más bifecitos al mediodía hechos por sus manos
ni remeras de círculos verdes que yo quisiera bajar de la cintura para taparle
la cola.
Sin embargo
no lloré. Comprendí muy poco. Sentí vacío, mucho vacío. Y hoy, tanto tiempo
después, sigo pensándola, recordándola para que no se me borren las tímidas
imágenes que tengo de ella (aceptando que ya no recuerdo su voz).
Aun
así, me permito pensar que esos seis años compartidos fueron inmensos,
intensos, maravillosos. Los mejores años que pudo brindarme mi abuela. Y con eso me dejó el corazón lleno de amor. El mismo amor que hoy reciben mis hijos y con el que quisiera que ellos recordaran a sus propios abuelos.
Vanina
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