sábado, 22 de septiembre de 2012

Crónica de un verano intenso (por Vanina)

Empezará el año ´99 y querrás dar los primeros pasos hacia tu independencia económica cuando un capitalista call-center te convertirá en una teleoperadora exitosa. Llegarás a la conclusión de que si quisieras, ahora con tu generoso sueldo de $500, el tan preciado “uno a uno” te permitiría viajar a Brasil con tu chico o con tu amiga. Pero preferís no pensar en eso. No ahora que tu próxima meta es el angustiante final de Historia I.

Considerarás que tu memoria visual es gloriosa y usarás un resaltador diferente para cada unidad. Estudiarás sistemáticamente todas las mañanas.

Llamará tu chico para planificar qué harán el Día de los Enamorados pero como luego cancelará por trabajo, sumará un poroto a la lista de quejas que oportunamente tendrás para hacerle. Quejas que nunca escuchará ya que un mes más tarde te comunicará que se irá a trabajar a Estados Unidos… en 15 días y sin fecha de vuelta.

Sin embargo, tu lema será que nada debe perturbar tu camino hacia el examen.

Llegará el día tan esperado y junto con tu íntima amiga, novatas en el arte de rendir finales, considerarán que con una hora de anticipación será suficiente para presentarse a rendir. Sin embargo, descubrirán la lista hecha a mano, asignando el orden de toma del examen: el tuyo será el número 102 y el de tu amiga, el 101.

Iniciarán en ese momento una ardua batalla contra los nudos en la panza que se convertirá en un clásico de cada previa en las tomas de finales: anotarse en la famosa lista, salir al Parque Centenario y dar algunas vueltas al lago cantando I will Survive, canción que las acompañará por siempre como himno en momentos de consuelo conjunto.

Te relajarás tanto que hasta tendrás tiempo para escribirle una carta a tu chico recriminando su intempestivo viaje mientras empezarás a sentir una tremenda soledad.

Notarás que se acerca tu turno pero que primero entra tu amiga. Le tocará el profe "que nunca reprueba a nadie", según rumoreaban los anónimos compañeros de turno. Finalmente, saldrá del aula aprobada con un 7.

Te tocará tu turno. Con menos suerte, te llamará un profesor de reputación dudosa. Te pedirá que empieces a hablar. No sentirás que te intimida pero no sabrás por dónde empezar. Abrirás tu boca y un contundente titubeo se apoderará de tu voz y de tu mente que, para esa altura, estará completamente en blanco. Darás por finalizado el examen. Te querrás ir mientras el profesor anote el 2 en tu libreta. El primer 2 en toda tu vida.

Pensarás que la única opción válida es salir corriendo. Bajarás las escaleras a toda velocidad, cruzarás la calle y llegarás al parque. Empezarás a dar vueltas al lago sin sentido mientras escucharás que tu amiga corre detrás tuyo y reconocerás un talento dormido hasta ese momento: la velocidad. Quizás cuando estés más lúcida podrás considerar esta nueva destreza y trabajarla en el futuro.

Otra compañera, que también te seguirá a todo vapor sin alcanzarte, te dirá a modo de irónico consuelo que no quiere que le saques el protagonismo porque ella también tiene un 2. Te llamará la atención su fallido final pero no podrás dejar de pensar en el autoboicot que representó el tuyo. Y seguirás corriendo.

Sentirás muchas ganas de cantar I will survive, pero pensarás que, esta vez, sobrevivir no pudo ser.

Confirmarás esta sensación cuando a la semana siguiente lleven a tu jefe preso en un móvil policial con rumbo desconocido y decidan que tus servicios son prescindibles para la empresa. Te consolarás sabiendo que pasó lo mismo con el resto de tus compañeros y que ahora tendrías más tiempo libre.

Tratarás de entender cómo la película rosa de tu vida sucumbió ante un minúsculo 2, una fallida historia de amor y un trabajo que terminó repentinamente. Agradecerás en ese momento, al menos, haber percibido una generosa indemnización.

Vanina

Confesando (por Vanina)

Confieso que me cuesta mucho decir lo que pienso.

Me confieso cobarde para pensar y obrar en consecuencia.

Confieso que estoy harta de las fiestas de fin de año y los “días de…”  en compañía de personas con las que uno debe reunirse por compromiso (sí o sí). Y si estamos en tren de confesiones, confieso que la sola idea de esos “terceros incuestionables” me parece nefasta.

Confieso que la única vez que pateé el tablero, lo hice a sabiendas de la aprobación de la mirada de los otros. 

Admito que soy incoherente, que hay momentos en los que me invade un grito silencioso porque mis hijos me agotan la paciencia y sin embargo, paralelamente, el deseo irracional o la patética estructura me invitan a pensar en la posibilidad de un nuevo retoño para traer al mundo.

Confieso que nunca me preocupé por mis finanzas hasta que un reproche doloroso me puso de cara frente a mis cuentas en rojo.

Me confieso culposa. ¿Será por eso que filtro demasiado la verbalización de mis ideas?


Y con esta confesión cierro este escrito, ya que confieso que he descubierto que es la culpa la que me quita mi libertad de expresión, mi libertad de acción y la que, para ser honestos, eliminó algunas oraciones del original de este texto. La culpa, la madre de todas mis necesidades de confesión.


Vanina

Mi abuela Elena (por Vanina)

La tarde tenía olor a merienda y sonido de TV. Sentada en mi mesa de madera tamaño diminuto, tal como las de jardín de infantes, me acomodé tímidamente para ver un nuevo capítulo de “Crecer con papá”. Mamá se acercó con el Nesquik y las vainillas y se sentó en la silla vacía, la que sobraba (esa que siempre odié por ser un símbolo evidente de mi condición de hija única).

Directo al grano y sin mirarme a los ojos, me dijo contundentemente:

“Vani, la abuela Elena se fue al cielo”.

No entendí (a los 6 años es difícil entender el concepto de “cielo”).

Para aclarar el panorama profundizó la idea: “Se fue con Jesús. Está con tu angelito de la guarda”.

Intentando comprender, sólo pude preguntarle: “¿Entonces no la voy a ver nunca más?” (26 años más tarde, mi hijo me hizo la misma pregunta, exacta, calcada, cuando le contamos que murió su bisabuela, la abuela de su papá.)

Sabía que mamá sólo quería llorar y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para contenerse. Me respondió con un “no” muy corto, me dio un beso y se fue.

Vacío, tristeza y angustia fue el condensado de sensaciones que me colmó en un segundo. Tal como una película de suspenso cuando está llegando a su fin, empecé a entender algunas cosas que sucedieron la semana anterior: por qué me quedé a dormir en la casa de tía July, por qué mi madrina me pasó a buscar por el colegio y por qué tomé la leche en su casa más de dos días seguidos, por qué mamá no había estado en casa las últimas noches… Así, bruscamente, le encontré el sentido a los hechos en un momento en que todo parecía desvanecerse y carecer de aquél. Ya no habría más bifecitos al mediodía hechos por sus manos ni remeras de círculos verdes que yo quisiera bajar de la cintura para taparle la cola.

Sin embargo no lloré. Comprendí muy poco. Sentí vacío, mucho vacío. Y hoy, tanto tiempo después, sigo pensándola, recordándola para que no se me borren las tímidas imágenes que tengo de ella (aceptando que ya no recuerdo su voz).
Aun así, me permito pensar que esos seis años compartidos fueron inmensos, intensos, maravillosos. Los mejores años que pudo brindarme mi abuela. Y con eso me dejó el corazón lleno de amor. El mismo amor que hoy reciben mis hijos y con el que quisiera que ellos recordaran a sus propios abuelos.
Vanina