Mientras
mamá me reta porque me hamaco en la silla, veo que mis peces naranjas,
están empezando a saltar de la pecera.
"¿Qué les pasa? ¿Por qué hacen eso?" Mueven sus colas con desesperación mientras sus pequeños cuerpos contrastan con el azul furioso de la alfombra. Yo estoy tan asustada como inmóvil al ver cómo mamá los levanta frenéticamente y los tira de nuevo al agua.
Pero caen
al fondo. Directo. Parecen sin vida. Me resisto a creer que están muertos
aunque todo me indique lo contrario.
Voy
corriendo a mi cuarto a rezarle a mi angelito. Es de cerámica, con su túnica
celeste, sus alas blancas y su pelo negro, como el mío, por eso mamá decía que
era mío, mi angelito de la guarda. Y lo tengo colgado al lado de mi almohada. A él le rezo con todas mis fuerzas para que mis peces estén bien. Arrodillada frente
a la cama con mis dos manos apoyadas palma con palma, no paro de rezar. No
paro. No paro. No paro.
-No se
pueden morir mis peces, angelito, que no se mueran por favor.
Mamá se me
acerca, la siento desde atrás. Me angustia saber lo que tiene para decirme.
Con una mano en mi hombro y mi corazón latiendo cada vez más rápido la escucho
con su voz llena de asombro:
-¡Viven
Vani, viven!
...
...
-¿Viste
mamá? Yo sabía que iban a vivir.
Vanina
No hay comentarios:
Publicar un comentario