lunes, 29 de octubre de 2012

Sobre la muerte (por Elizabeth)

Pero la muerte, durante un rato fulgurante, queda reducida a nada…" Dice Simone de Beauvoir al escribir respecto de otro tema, respecto de la fiesta. De su carácter evasivo, de su potencial para hacernos olvidar la finitud, para depositarnos en un presente eternamente gozoso, para darle la espalda a nuestro ineludible carácter de mortales. Quién pudiera. ¿Quién aleja, de una vez por todas, a la pérdida?
Yo hoy quisiera alejarla, no me gusta pensar en ella, ni pronunciar su nombre.
Puedo resultar tan sabia al hablar de la de otros, ¡y verla tanto como un pasaje! Puedo ignorarla, como me pasó con mis abuelos, cuya partida no recuerdo. Puedo desearla incluso, como la esperé para mis abuelas (porque sufrían, porque nos hacían sufrir a nosotros; en ambos casos sin que eso me genere la más mínima culpa, porque sabía que así debía ser).
Puedo admirarla, puedo reconocer su sabiduría para finalizar los ciclos. Puedo evocarla llenando de gloria, engalanando, idolatrando seres que se van antes de tiempo. Puedo reconocer su habilidad para crear mitos.
Puedo sentirla, predecirla, observarla o imaginármela frente a los moribundos, al lado de sus camas. Adivinar su negativa o asentimiento frente a los pedidos en las oraciones suplicantes de familiares y amigos de aquellos. Puedo acompañar en los consecuentes velatorios, tristezas y ceremonias. Puedo ayudar a encontrarle sentido.
Puedo respetarla y protegerme de ella.
Pero le temo. Me aterroriza la idea de que algún día se lleve a alguien de mi familia más cercana. A alguien que viva conmigo. Eso no. No se lo permito, trato de no pensarlo, no sé cómo me animé a escribirlo. Le hago promesas mentales, planteos, espero que me prepare… “Que sea de muy viejitos” (siempre pido lo mismo, siempre que la idea me llega a la cabeza). Pido que lleguemos a esperarla, a reconocer cuando ya sea su tiempo.
Respecto de mí misma sé que accederá, pero, aunque suene infantil, me destruye la duda respecto del resto de mis seres queridos. Ése, para mí, sería el terror mismo.
Existía en la familia de mi padre el mito que decía que si un pájaro entraba a la casa era signo y anticipo de fatalidad. Tal vez su aviso fuera malinterpretado, pero yo nunca pude salirme de esa idea: cada vez que un pichoncito se mete, me tiembla todo el cuerpo.
Elizabeth.

domingo, 28 de octubre de 2012

No (por Silvina)

Serás una niña prodigia, aunque nunca termines de entender bien qué significa eso. 

Aprenderás a leer a los 3, con los carteles de la calle que tus tías te ayudarán a decodificar. Luego, los números romanos en la torre de los ingleses, excusa para que a tu tía, abandonada en un auto por tu tío, se le pase rápido el tiempo y no lo mate cuando llegue.


Tu mamá te usará cuando esté cansada y no encuentre una película para alquilar subtitulada. Ella estará tirada en el sillón despatarrada y vos pegada a la tele leyendo las mínimas letras de porquería que se te irán tan rápido que te costará seguirlas.

Pasarás parte de la primaria siendo la Lisa Simpsons de la clase, ayudando a todos los más burros porque terminarás la tarea casi al mismo tiempo en que tu maestra termine de copiarla en el pizarrón. 

Sobrevivirás a la vergüenza de que alguno de esos tontos se te haga el noviecito en los recreos y te mande cartitas de amor (obvio, mal escritas) a través de tus mejores amigas, que las leerán en voz alta matándose de la risa. 

Ya en la secundaria, los tontos se habrán avivado, y te costará más que te sigan, pero te las arreglarás para seguir manejando la batuta. 

Sin haberte llevado jamás una materia, llegarás a la facultad y pasarás el CBC sin problemas. (Bueno, si cambiar de carrera a mitad de año y bancarte la cara de tus papás no fuese un problema…). Pasarás las primeras materias, las fáciles y las difíciles, con éxito. 

Por primera vez, luego de encerrarte en tu casa un verano entero, irás al final de Historia, esa maldita materia que elegiste cursar aquel cuatrimestre, sola. 

Te tomarán primera, con la alegría de irte temprano a tu casa. Y finalmente, por no poder responder la tontería más grande del mundo, te ligarás un patito en la frente. Te irás como si te hubiesen dado una patada en el estómago.

Sí, a vos, la reina del “todo lo puedo”, te dirá que NO una profesora (que de tan mal pintada tendrá más maquillaje en los dientes que en los labios)... y te pondrá en jaque toda la carrera. Entonces no te quedará otra que que volver a empezar, con la cabeza gacha. 


Silvina

¡Sí, Quiero! (por Silvina)

La noche está oscura y hace mucho frío. Pero hay tantas estrellas que nos iluminan a los dos. Te veo. Nunca me había dado cuenta de lo claros que son tus ojos.

Me da mucho miedo mirar a los ojos a los hombres, siempre me pasó. Pero me animo. ¡Esta vez sí que vale la pena!

De repente, siento tus brazos sobre mis hombros. Un abrazo calentito para salir del frío, entrando rápidamente en calor. Manos grandes que me aprietan y el deseo de que no me suelten nunca.

Cuánto tuve que caminar para llegar a este abrazo. A este calor. A estas ganas de entregarme a la pasión y olvidarme de todo.

Al costado, el fuego ardiendo. La seguridad de que adentro tuyo y mío también está.

Me quiero entregar, me quiero abrir a esto desconocido. Yo, la reina del despojo, de repente quiero enlazarme con vos para siempre. ¿Para siempre? Sí. En esta noche estrellada, con montañas y el lago a nuestro alrededor, yo acabo de descubrir el más lindo de los sentimientos.

El beso tarda, se hace esperar tanto que casi me animo y lo doy yo. Pero llega. Y la promesa de estar juntos se hace realidad, y se resignifica día a día.

Los miedos desaparecieron en el momento en el que mis ojos se metieron en los tuyos, y ya no quieren salir nunca más.

Al menos hoy, te vuelvo a elegir eternamente.

Silvina

martes, 2 de octubre de 2012

Historia de mi nocturnidad (por Vanina)


Recuerdo ser pequeña y querer refugiarme de la noche. Pocas cosas me asustaban tanto como seguir despierta cuando el resto de la casa ya descansaba profundamente.

Algo más grande la transité lúdicamente, inventando juegos e historias que a ojos cerrados reemplazarían a las ovejas que nunca me dieron resultado.

De adolescente la noche me dio mi primer beso, mis primeros arrumacos y fue testigo de tantos y tantos escritos en mi diario íntimo.

Siendo más grande, ya toda una joven adulta, en una lindísima noche de verano a la orilla del río, me sorprendió la propuesta de formar una familia, momento que marcó el rumbo de mi vida de manera definitiva.

Con poco para decir y una catarata de sensaciones por dentro, esa noche y las que siguieron fueron como las de siempre: silenciosas, introspectivas y en muchas ocasiones, pura tragedia. Pareciera que de madrugada los pensamientos se vuelven más intensos, todo es blanco o negro. No hay un gris para matizar. De repente llega la mañana y todo lo cuestiona, lo relativiza. Será que es más sabia. O quizás más reprimida.

Con la maternidad, la noche se convirtió en gran protagonista de mis días, de mis conversaciones. Me obliga a estar alerta, a responder demandas, a evitar que algún pensamiento intruso me invada cuando las condiciones simplemente están dadas para dormir un rato más.

Cómo cambia la noche con el paso del tiempo.

Cómo cambia su disfrute.

Cómo cambia su soledad y nuestra necesidad de compañía.

Lo que se mantiene intacto es el placer de dejarme invadir por la luz de la luna y sentir la brisa fresca entrando por la ventana en alguna noche de verano. Y si el desvelo me encuentra en esas circunstancias, bienvenido sea. De esas noches, siempre quiero más.



Vanina

lunes, 1 de octubre de 2012


La Sombra (por Valeria)
para Catalina
`Libre´, `inocente´, `divertida´,` independiente´, son palabras que me vienen a la cabeza una y otra vez.
Vinimos al campo, estamos en una estancia en Córdoba invitados por amigos, el día no puede ser más encantador.
Estoy sentada en el pasto con mis piernas haciendo un puente y con los pies en la tierra, más en la tierra que nunca.
Corrés por el campo sin dirección, te veo chiquita, sos chiquita, pero los kilómetros de distancia que nos separan hacen que te vea diminuta.
El sol está intenso, creo que tendría que haberte puesto un sombrero, pero no tengo ganas de ir a buscarlo a la casa porque no está demasiado cerca.  Estoy sola, traje el bolso con mate, galletitas y cámara de fotos, pero no lo abro, prefiero seguir observándote en la quietud de esta tarde, no me quiero perder nada.
Corrés sin rumbo, conectás con la naturaleza, pareciera que hablás con ella, acariciás el pasto, te recostás y levantás las piernas como si estuvieras pedaleando en el aire. Se te acerca un perro, calculo que te lamió la cara, te levantás y lo acariciás. Corrés y salta a tu lado, se divierten. El sol hace que tu pelo se vea dorado. No me buscás, te sentís segura. Juntás ramitas, te seguís alejando.
Una sombra acecha sobre mi cabeza y el escenario cambia repentinamente. Miro al cielo y una gran nube elige posarse sobre mí, el viento se puso frío, el pasto parece gris y los árboles no tienen colores intensos. Te busco y no te veo. Mi mirada se inquieta y focalizo a más no poder, no te veo, seguramente estás detrás de un tronco de un frondoso árbol pero no te veo, e inevitablemente no puedo imaginar cómo sería mi vida sin vos, me angustio de pensarlo, trago saliva áspera que me rompe la garganta, sigo sin verte, tomo la decisión de levantarme e ir a tu encuentro.
Y cuando estoy tomando el envión, un fulminante rayo de sol me encandila y todo vuelve a estar como hacía unos segundos, la gran nube se aleja y te re-descubro, en mi horizonte; la calma se apodera de mí.
Nuestra estadía en el paraíso llega a su fin, subimos al auto, tomamos el camino de tierra que nos lleva a la ruta, bajo a abrir la tranquera mientras el auto avanza con mi familia y cuando voy a cerrarla, en medio de un atardecer de película, veo un cartel en el que no había reparado al llegar al campo, seguramente por la ansiedad del viaje, que dice: ¨Bienvenido a la sombra¨.
Me subo al auto, no emito sonido por unos cuantos minutos, no puedo dejar de pensar qué importante fue haber estado en la sombra, aunque sea unos minutos, para saber y sentir que mi vida está rebosante de luz. 



Valeria

sábado, 22 de septiembre de 2012

Crónica de un verano intenso (por Vanina)

Empezará el año ´99 y querrás dar los primeros pasos hacia tu independencia económica cuando un capitalista call-center te convertirá en una teleoperadora exitosa. Llegarás a la conclusión de que si quisieras, ahora con tu generoso sueldo de $500, el tan preciado “uno a uno” te permitiría viajar a Brasil con tu chico o con tu amiga. Pero preferís no pensar en eso. No ahora que tu próxima meta es el angustiante final de Historia I.

Considerarás que tu memoria visual es gloriosa y usarás un resaltador diferente para cada unidad. Estudiarás sistemáticamente todas las mañanas.

Llamará tu chico para planificar qué harán el Día de los Enamorados pero como luego cancelará por trabajo, sumará un poroto a la lista de quejas que oportunamente tendrás para hacerle. Quejas que nunca escuchará ya que un mes más tarde te comunicará que se irá a trabajar a Estados Unidos… en 15 días y sin fecha de vuelta.

Sin embargo, tu lema será que nada debe perturbar tu camino hacia el examen.

Llegará el día tan esperado y junto con tu íntima amiga, novatas en el arte de rendir finales, considerarán que con una hora de anticipación será suficiente para presentarse a rendir. Sin embargo, descubrirán la lista hecha a mano, asignando el orden de toma del examen: el tuyo será el número 102 y el de tu amiga, el 101.

Iniciarán en ese momento una ardua batalla contra los nudos en la panza que se convertirá en un clásico de cada previa en las tomas de finales: anotarse en la famosa lista, salir al Parque Centenario y dar algunas vueltas al lago cantando I will Survive, canción que las acompañará por siempre como himno en momentos de consuelo conjunto.

Te relajarás tanto que hasta tendrás tiempo para escribirle una carta a tu chico recriminando su intempestivo viaje mientras empezarás a sentir una tremenda soledad.

Notarás que se acerca tu turno pero que primero entra tu amiga. Le tocará el profe "que nunca reprueba a nadie", según rumoreaban los anónimos compañeros de turno. Finalmente, saldrá del aula aprobada con un 7.

Te tocará tu turno. Con menos suerte, te llamará un profesor de reputación dudosa. Te pedirá que empieces a hablar. No sentirás que te intimida pero no sabrás por dónde empezar. Abrirás tu boca y un contundente titubeo se apoderará de tu voz y de tu mente que, para esa altura, estará completamente en blanco. Darás por finalizado el examen. Te querrás ir mientras el profesor anote el 2 en tu libreta. El primer 2 en toda tu vida.

Pensarás que la única opción válida es salir corriendo. Bajarás las escaleras a toda velocidad, cruzarás la calle y llegarás al parque. Empezarás a dar vueltas al lago sin sentido mientras escucharás que tu amiga corre detrás tuyo y reconocerás un talento dormido hasta ese momento: la velocidad. Quizás cuando estés más lúcida podrás considerar esta nueva destreza y trabajarla en el futuro.

Otra compañera, que también te seguirá a todo vapor sin alcanzarte, te dirá a modo de irónico consuelo que no quiere que le saques el protagonismo porque ella también tiene un 2. Te llamará la atención su fallido final pero no podrás dejar de pensar en el autoboicot que representó el tuyo. Y seguirás corriendo.

Sentirás muchas ganas de cantar I will survive, pero pensarás que, esta vez, sobrevivir no pudo ser.

Confirmarás esta sensación cuando a la semana siguiente lleven a tu jefe preso en un móvil policial con rumbo desconocido y decidan que tus servicios son prescindibles para la empresa. Te consolarás sabiendo que pasó lo mismo con el resto de tus compañeros y que ahora tendrías más tiempo libre.

Tratarás de entender cómo la película rosa de tu vida sucumbió ante un minúsculo 2, una fallida historia de amor y un trabajo que terminó repentinamente. Agradecerás en ese momento, al menos, haber percibido una generosa indemnización.

Vanina

Confesando (por Vanina)

Confieso que me cuesta mucho decir lo que pienso.

Me confieso cobarde para pensar y obrar en consecuencia.

Confieso que estoy harta de las fiestas de fin de año y los “días de…”  en compañía de personas con las que uno debe reunirse por compromiso (sí o sí). Y si estamos en tren de confesiones, confieso que la sola idea de esos “terceros incuestionables” me parece nefasta.

Confieso que la única vez que pateé el tablero, lo hice a sabiendas de la aprobación de la mirada de los otros. 

Admito que soy incoherente, que hay momentos en los que me invade un grito silencioso porque mis hijos me agotan la paciencia y sin embargo, paralelamente, el deseo irracional o la patética estructura me invitan a pensar en la posibilidad de un nuevo retoño para traer al mundo.

Confieso que nunca me preocupé por mis finanzas hasta que un reproche doloroso me puso de cara frente a mis cuentas en rojo.

Me confieso culposa. ¿Será por eso que filtro demasiado la verbalización de mis ideas?


Y con esta confesión cierro este escrito, ya que confieso que he descubierto que es la culpa la que me quita mi libertad de expresión, mi libertad de acción y la que, para ser honestos, eliminó algunas oraciones del original de este texto. La culpa, la madre de todas mis necesidades de confesión.


Vanina

Mi abuela Elena (por Vanina)

La tarde tenía olor a merienda y sonido de TV. Sentada en mi mesa de madera tamaño diminuto, tal como las de jardín de infantes, me acomodé tímidamente para ver un nuevo capítulo de “Crecer con papá”. Mamá se acercó con el Nesquik y las vainillas y se sentó en la silla vacía, la que sobraba (esa que siempre odié por ser un símbolo evidente de mi condición de hija única).

Directo al grano y sin mirarme a los ojos, me dijo contundentemente:

“Vani, la abuela Elena se fue al cielo”.

No entendí (a los 6 años es difícil entender el concepto de “cielo”).

Para aclarar el panorama profundizó la idea: “Se fue con Jesús. Está con tu angelito de la guarda”.

Intentando comprender, sólo pude preguntarle: “¿Entonces no la voy a ver nunca más?” (26 años más tarde, mi hijo me hizo la misma pregunta, exacta, calcada, cuando le contamos que murió su bisabuela, la abuela de su papá.)

Sabía que mamá sólo quería llorar y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para contenerse. Me respondió con un “no” muy corto, me dio un beso y se fue.

Vacío, tristeza y angustia fue el condensado de sensaciones que me colmó en un segundo. Tal como una película de suspenso cuando está llegando a su fin, empecé a entender algunas cosas que sucedieron la semana anterior: por qué me quedé a dormir en la casa de tía July, por qué mi madrina me pasó a buscar por el colegio y por qué tomé la leche en su casa más de dos días seguidos, por qué mamá no había estado en casa las últimas noches… Así, bruscamente, le encontré el sentido a los hechos en un momento en que todo parecía desvanecerse y carecer de aquél. Ya no habría más bifecitos al mediodía hechos por sus manos ni remeras de círculos verdes que yo quisiera bajar de la cintura para taparle la cola.

Sin embargo no lloré. Comprendí muy poco. Sentí vacío, mucho vacío. Y hoy, tanto tiempo después, sigo pensándola, recordándola para que no se me borren las tímidas imágenes que tengo de ella (aceptando que ya no recuerdo su voz).
Aun así, me permito pensar que esos seis años compartidos fueron inmensos, intensos, maravillosos. Los mejores años que pudo brindarme mi abuela. Y con eso me dejó el corazón lleno de amor. El mismo amor que hoy reciben mis hijos y con el que quisiera que ellos recordaran a sus propios abuelos.
Vanina

martes, 31 de julio de 2012

Salir del Anonimato (por Valeria)

Después de mucho pensarlo, tomé la decisión y le propuse a mi maestra de quinto grado participar del próximo acto escolar.

Siempre fui una tímida social y supongo que por eso nunca me habían elegido para actuar en público, pero el hecho de pasar desapercibida me daba vueltas y vueltas por la cabeza. Por esos tiempos en los que era la niña tímida poco participativa de la clase, en casa era la super estrella. 

Junto a  Laura, mi amiga y compañera de danza clásica, comenzamos a elegir la música, pasos y vestuario para la gran ocasión.

Maquilla
je, zapatillas media punta, y más preparativos. Llegó el día. Llegó mi momento. El temblor de mis piernas me dificultaba subir el primer peldaño hacia el escenario. Entonces reuní hasta el último milímetro de coraje, respiré profundamente y me lancé a las tablas. Nos miramos con mi amiga Laura, con terror, y a la cuenta de tres de una maestra se abrió el pesado telón. Los segundos eran eternos y la música no sonaba. Nervios, sudor y ahí comenzó a envolvernos Cascanueces de Tchaikovsky, alegre y simpático. No recuerdo más. Mi cuerpo hizo lo que tanto había practicado en mis clases de danza, lo hizo sin registro de sus movimientos. Automático. Bailé, bailé y bailé… enceguecida. Y a los pocos minutos desperté del sueño… con aplausos, flashes y conciencia de que estaba allí, plantada en el escenario con mis diez añitos, exhausta y con mi tutú lleno de lentejuelas. Haciéndome cargo, agradecí con una reverencia al público que nos seguía ovacionando. Me sentí orgullosa, agotada, observada y feliz. Y finalmente se cerró el telón del anonimato.




Valeria

martes, 17 de julio de 2012

De barro somos (por Elizabeth)

Me causaba asombro. Se supone que venía de un museo. En realidad viene de otras vidas, eso lo sé hoy.

Bajado de su pedestal no parece tan… museológico. Antes creía que era importantísimo. Nadie me lo dio, era de mi padre. No recuerdo haber visto hasta este momento su inscripción, probablemente cuando lo vi por primera vez no sabría leer. ¿Dice Chile? No es chileno, es mío, quiero decir: es de mi planeta, lo sé. Lo sé ahora, en un primer encuentro lo ignoraba.

Mi padre tampoco lo sabía, por eso no me lo quería dar. Creía que era suyo. Hoy está en mi escritorio, en su pedestal, pero nunca le di la importancia que se merece, hasta ayer no lo había notado. Es que no lo recordaba, me parecía un adorno más… pero anoche caí en la cuenta de dos cosas: primero, perdió su valor histórico-económico, no lo tiene, si es que alguna vez lo tuvo. Segundo, y más importante: ganó valor de remembranza, por sobre lo que objetivamente valga. Pude redescubrirlo, y apropiármelo. Está vivo, está super vivo.

Y en ese soliloquio también me preguntaba por qué lo elegí, ¿Por qué no algo más cercano? Porque trascendió años y mudanzas, quieto, silencioso, duro, elevado, inerte y solemne; me respondo.

Sin embargo no era eso, ayer durante la cena pude verlo. Estaba vivo, me miraba, casi que me daba miedo. Hasta que recordé por supuesto, que siempre nos había acompañado con bondad. Con esa bondad silente de los objetos, con esa sabiduría secreta de quien se sabe vivo y antiguo, con siglos encima que no le pesan, que lo vuelven más sublime en su elocuente callar.

Hoy me doy cuenta que vino a buscarme. ¿Lo habría modelado yo, tal vez en otra vida? ¿Es un Dios? ¿Dios de qué? ¿Será la imagen femenina de Dios que tanto me obsesiona descubrir? Tiene caderas anchas… y pelo largo. Todo eso me suena eminentemente femenino, y a la vez, mirado en su conjunto el pequeño es de una masculinidad innegable… encierra secretos en su dualidad, pero ¿Quién no? Nos ocurre a todos en algún punto, a todos los vivos.

Con los años perdió su brillo, se partió, fue remendado. No importa, sigue respirando. Reconozco en él además, marcas que no fueron hechas en esta época. Heridas de la historia que viene a mostrarme. Claro que tuvo que esperar a que pudiera apreciarlas.

Sé que no se lo regalaría sino a quien él eligiera. ¿Por qué no? Me eligió a mí, no creo que la pequeña estatua de arcilla pueda ser apreciada con toda riqueza si la someto a mi elección caprichosa de su próximo dueño.

Sólo espero que, ya se trate de un lejano Dios, de la Diosa que busco, o de un amuleto, pueda yo distinguir con la conciencia despierta, a dónde, y con quién quiere quedarse.

Elizabeth


Mil hilos de lana verde (Elizabeth)

Nuestros padres tienen que salir. Los preparativos para dejarnos solas, a mis dos hermanas y a mí, nunca fueron tan minuciosos. Pero ahora saben y en cierta forma padecen nuestra costumbre de toquetear/meter las narices/destruir de vez en cuando, todo. Desde la ropa y los zapatos de mamá, quien ya resignada nos los presta; hasta los aviones de aeromodelismo, preciados y únicos sobrevivientes (los barcos en las botellas habían perecido años atrás bajo nuestras inquietas y curiosas manitos) de la colección de papá.
Es por eso que ante una salida sin nosotras, que “ya están grandecitas para quedarse solas, pueden cuidarse entre ustedes y no dejar la casa patas para arriba”, extreman precauciones.

Papá ideó un dispositivo de seguridad que consiste en una lana finita y larga que entreteje en la escalera cual telaraña, con el fin de evitar nuestro ascenso a su dormitorio. Es ahí donde se alojaban como preciados huéspedes las pinturas de mamá (así llamamos a sus maquillajes).

De querer subir, los finos hilos de lana estratégicamente colocados tal vez no dificulten el ascenso, pero delaten el intento al romperse.

Ya solas, me animo a subir, debo empezar yo por ser la más grande. La escalera me da miedo porque entre cada tabla de madera puedo ver el piso abajo, cada vez mas alto. Mezcla entre malabarista  y contorsionista voy apartando los hilos y logro escapar de la trampa de lanitas verdes sin romper ni una.

Cuando por fin estoy arriba sonrío triunfante a mis hermanas. Ellas me miran sorprendidas y orgullosas desde el piso de abajo. Rápidamente, con ese vértigo que da el saber que estoy haciendo algo prohibido pero con la noción del objetivo casi cumplido, me acerco a la cómoda. 

El tesoro está ahí, la caja marrón brillante, se abre sin resistencia, revelando la riqueza de su contenido. Tres bandejas, una de pintalabios a la izquierda, los coloretes a la derecha y en el medio; múltiples y brillantes sombras: verdes, azules, rosas, violetas, todas mágicamente iridiscentes, como hechas de polvo de hadas.

Como no se usar los pinceles (y además no hay tiempo para eso), me pintarrajeo con los dedos. Éstos quedan marcados en los compartimientos, (ahora pienso que resultaba entendible que mi madre no me dejara usarlas).

Caigo en la cuenta: pronto llegarán, y mis hermanas me esperan abajo. El descenso se hará más difícil, vértigo mediante… no lo había considerado.

Junto valor y vuelvo a repetir movimientos que hoy me hacen entender por qué de más grande me fascinaría con la gimnasia artística. Antes de darme cuenta llego abajo. Mis hermanas se ríen entre pícaras y culposas, yo también.

Luego de lavarme la cara no quedan rastros visibles de maquillaje, tampoco de la hazaña realizada. Las lanitas verdes siguen intactas.

Cuando llega mi padre se felicita por la gran idea que tuvo para impedir la invasión a su dormitorio.
Nosotras tres lo miramos juntas, intentando disimular la risa cómplice.

Elizabeth.

sábado, 14 de julio de 2012

Mi héroe (por Silvina)

Mi abuela paterna acaba de fallecer... hace un día. Son las 9 de la noche y todavía la están velando en su casa. Me cruzo enfrente, a lo de mi otra abuela, Isabel, y organizo con mi primo Mauro irme a dormir a lo de él. No quiero estar en el momento del entierro. 
No quiero ver destruido a mi papá, mi héroe.
Hijo único, por distintas muertes, está por enterrar a su madre.
Mauro ya le pidió permiso a mi tía Juana. Ella dijo que sí. Estamos en la cama que da a la ventana de la calle, desde donde se ve el velatorio. Miro, hay mucha gente. Cuchicheamos.
De repente, entra mi papá. Le pide a Maurito si se puede retirar, Mauro se va y quedamos solos. Mi papá se agacha y me pregunta por qué me quiero ir. Le contesto que no quiero estar en el entierro. Me dice "Te necesito". "Ustedes son lo más importante que tengo". LLoro. LLora. Me abraza. Le prometo quedarme al día siguiente. Le cuento que no me gusta verlo llorar. Me promete no llorar, darme la mano fuerte y no soltármela.
Nos abrazamos.
Por primera vez, veo a mi papá desarmado y soy yo quien lo protege. 

Silvina

La Presencia (por Silvina)

Para Ariana

Ariana, cara de banana. Silvina, cara de mandarina. Mates, risas, apuntes, charlas, restaurantes, boliches, playa. Tiempo compartido. Qué va, amistad.

Y de repente, a nuestra vida llegó una noticia esperada: la llegada de Dante. Habíamos crecido. Ya podíamos soñar con una familia. Y ser, además, comadres. Compartir cada paso de su llegada.
Me contagiaste el gusto por Klimt. ¿Cuántas veces recrearía con mi príncipe esa imagen?
Dante nació, y recibió infinitos regalos. Yo los abría feliz. Hasta que un día, no muy lejos de su primer mes de vida, me topé con la caja. Wow. Klimt.  La colorada. El niño en relieve.
Un objeto que reconocía el cambio, la posibilidad de atesoramiento.
Una amistad que se transformó, una cantidad enorme de cosas que habrán sido guardadas temporalmente en ella. Plata, aros, anillos, llaves, papeles.
Una caja en donde guardar tantos recuerdos, tantos sueños, tantos miedos relacionados a eso que llegó junto con mi hijo: mi maternidad.  Y que estará siempre conmigo.

Gracias


Silvina 

jueves, 12 de julio de 2012

El anillo de la vida (por Vanina)

El día amaneció nublado, lluvioso, horrible. La tele, monotemática, contaba cómo inesperadamente a los 36 años moría Romina Yan, ícono de mi adolescencia y mamá de 3 nenes chiquitos. Me impactaba que fuera tan joven, que fuera mamá, que fuera Romina, que su mamá perdiera a su hija tan violentamente. Tantas cosas.

Pensar en otro tema era un imposible, no podía, no quería.

Sin embargo, las señales eran claras. Ya era la hora. Hora de ir al hospital. Todo indicaba que era el momento: Cata, mi chiquitina, estaba pidiendo pista y yo sentía la irracional necesidad de no hacer nada, de estar en la cama, en pausa. Era un día para que mis nueve meses de embarazo me dejaran descansar.  

Finalmente, después del control, la partera decidió mandarme a casa con la precisa indicación de volver si las contracciones se convertían en regulares. Cada 5 minutos de reloj. Así de simple, así de matemático.

Pasaba el mediodía de ese día gris y yo seguía sintiéndome dolorida pero también muy impresionada. Me conectaba con la vida que llevaba dentro pero también con la muerte que no paraba de aparecérseme a través de la pantalla.

Después buscamos a Felipe, mi hijo mayor, que por las dudas ya estaba en casa de su abuela. Y mi marido volvió al trabajo expectante esperando un posible llamado que indicara que tendría que dejar todo y salir corriendo. Otra vez.

En casa, acosté a Felipe en su cuna y durmió la siesta más larga que recuerdo.

Esperando las famosas contracciones regulares me detuve toda la tarde. Mirando los minutos del reloj y mirando las noticias transcurrió mi último día de embarazada. Perpleja, triste, sorprendida, angustiada, dolorida.

La tarde terminaba y afortunadamente Felipe seguía durmiendo.

No quería volver al hospital y que me volvieran a mandar a casa. Quería estar segura de ir en el momento preciso. Así que esperé lo que más pude.

Pasaron las seis de la tarde y el dolor que sentía me hizo llamar a mi obstetra. Ante el panorama inminente, sin dudarlo me mandó al hospital.

Felipe se despertó de su siesta justo cuando su abuela llegó para cuidarlo y mi marido para buscarme. Nos despedimos de él con mucha tranquilidad y se quedó contento, leyendo un cuento de elefantes.

Ya en el hospital el mensaje fue clarísimo: “7 cms de dilatación, cambiate, te espero en la sala de partos”.

Eso hice. 15 minutos y 3 pujos más tarde, tenía a Cata sobre mi pecho.

Sólo un rato después, la habitación del hospital a media luz acondicionaba nuestros primeros momentos enamorándonos de Cata. Fue entonces cuando con un “amor, gracias por todo”, mi marido me dio una cajita con un anillo adentro: angosto, delicado, con una especie de trébol de cuatro hojas de oro que indicaba que “cuatro” era el número de nuestra familia a partir de ese momento. Con el tiempo me enteré que esos cuatro círculos no eran un trébol, sino que simbolizaban una flor que mi marido quiso regalarme por la llegada de Catalina, la nueva flor de nuestra familia. Ese anillo que nunca volví a sacarme marcó el final de un día intenso, pleno, movilizador, agotador, imborrable. Un día en el que definitivamente, la vida le ganó a la muerte.

Vanina

miércoles, 11 de julio de 2012

De peces y angelitos (por Vanina)

Estoy en el playroom de mi casa sentada en la silla con apoyabrazos que tanto me gusta. Atrás está mamá haciendo algo, no sé bien qué. Como siempre, mis peces, al lado mío, en la pecera que elegí en el acuario Galápagos, ese que quedaba sobre la calle Cabildo.

Mientras mamá me reta porque me hamaco en la silla, veo que mis peces naranjas, están empezando a saltar de la pecera.

"¿Qué les pasa? ¿Por qué hacen eso?" Mueven sus colas con desesperación mientras sus pequeños cuerpos contrastan con el azul furioso de la alfombra. Yo estoy tan asustada como inmóvil al ver cómo mamá los levanta frenéticamente y los tira de nuevo al agua.

Pero caen al fondo. Directo. Parecen sin vida. Me resisto a creer que están muertos aunque todo me indique lo contrario.

Voy corriendo a mi cuarto a rezarle a mi angelito. Es de cerámica, con su túnica celeste, sus alas blancas y su pelo negro, como el mío, por eso mamá decía que era mío, mi angelito de la guarda. Y lo tengo colgado al lado de mi almohada. A él le rezo con todas mis fuerzas para que mis peces estén bien. Arrodillada frente a la cama con mis dos manos apoyadas palma con palma, no paro de rezar. No paro. No paro. No paro.

-No se pueden morir mis peces, angelito, que no se mueran por favor.

Mamá se me acerca, la siento desde atrás. Me angustia saber lo que tiene para decirme. Con una mano en mi hombro y mi corazón latiendo cada vez más rápido la escucho con su voz llena de asombro:

-¡Viven Vani, viven!

...

-¿Viste mamá? Yo sabía que iban a vivir.


Vanina

jueves, 5 de julio de 2012

El objeto (por María Julia)

Me lo regaló él, y es el segundo igual.
El primero es muy similar a éste pero con las letras en oro y de plata el cuerpo. Aún lo tengo, pero no me acuerdo como fue la decisión de cambiarlo.
Lo que sí se es que después de casi 8 años de uso tomó la forma de mi dedo.
La idea fue de mi papá, y él mismo también eligió mi nombre.
El anillo tiene mis iniciales: "MJ", de María Julia.
La segunda versión es de plata íntegramente, lo uso todos los días de mi vida y hasta para los casamientos. Siento que si me lo sacara, estaría excluyéndolo de algún momento, de algo importante.
El anillo es un testigo de mis días.
Su lugar es el dedo chiquito de la mano derecha. Hoy me miré la mano sin el anillo y no la reconocí.
Es un anillo de sello, no sé si sella algo pero es un testimonio de la elección de mi nombre… ni más ni menos.

María Julia