Yo hoy quisiera alejarla, no me gusta
pensar en ella, ni pronunciar su nombre.
Puedo resultar tan sabia al hablar de la
de otros, ¡y verla tanto como un pasaje! Puedo ignorarla, como me pasó con mis
abuelos, cuya partida no recuerdo. Puedo desearla incluso, como la esperé para
mis abuelas (porque sufrían, porque nos hacían sufrir a nosotros; en ambos
casos sin que eso me genere la más mínima culpa, porque sabía que así debía ser).
Puedo admirarla, puedo reconocer su
sabiduría para finalizar los ciclos. Puedo evocarla llenando de gloria,
engalanando, idolatrando seres que se van antes de tiempo. Puedo reconocer su
habilidad para crear mitos.
Puedo sentirla, predecirla, observarla o
imaginármela frente a los moribundos, al lado de sus camas. Adivinar su
negativa o asentimiento frente a los pedidos en las oraciones suplicantes de
familiares y amigos de aquellos. Puedo acompañar en los consecuentes
velatorios, tristezas y ceremonias. Puedo ayudar a encontrarle sentido.
Puedo respetarla y protegerme de ella.
Pero le temo. Me aterroriza la idea de
que algún día se lleve a alguien de mi familia más cercana. A alguien que viva
conmigo. Eso no. No se lo permito, trato de no pensarlo, no sé cómo me animé a
escribirlo. Le hago promesas mentales, planteos, espero que me prepare… “Que
sea de muy viejitos” (siempre pido lo mismo, siempre que la idea me llega a la
cabeza). Pido que lleguemos a esperarla, a reconocer cuando ya sea su tiempo.
Respecto de mí misma sé que accederá,
pero, aunque suene infantil, me destruye la duda respecto del resto de mis seres
queridos. Ése, para mí, sería el terror mismo.
Existía en la familia de mi padre el
mito que decía que si un pájaro entraba a la casa era signo y anticipo de
fatalidad. Tal vez su aviso fuera malinterpretado, pero yo nunca pude salirme de
esa idea: cada vez que un pichoncito se mete, me tiembla todo el cuerpo.